
“¿Y ustedes qué son?”
Silencio. Risas. Un “nada, pero nos llevamos bárbaro”.
Así empieza la historia de miles de vínculos modernos: amores sin nombre, con emojis pero sin compromiso, con besos pero sin títulos.
Bienvenidos al siglo XXI, donde los vínculos líquidos se evaporan antes de hacerse sólidos, donde el amor no se define, se “fluye”, y donde lo que antes era noviazgo hoy se llama “estar viendo qué onda”.
Hubo un tiempo en que las parejas se ponían de novios con carta de presentación.
Había ramo de flores, cena y presentación a la familia.
Hoy, si te agrega a la lista de “mejores amigos” en Instagram y te reacciona un par de historias, ya te sentís en una relación estable.
El amor cambió de formato, se volvió “descargable”.
Las apps de citas nos enseñaron a deslizar personas como si fueran canciones de Spotify, y de tanto elegir, a veces nadie nos convence.
Como decía Charly, “la modernidad nos trajo cosas buenas, pero no sabemos qué hacer con ellas”.
Las relaciones sin etiqueta tienen su propio infierno.
Te despertás con su mensaje, te dormís con su “buenas noches”, pero cuando te preguntan qué son, no sabés qué contestar sin sonar ridículo.
Comparten mates, risas, planes, pero si subís una foto juntos, enseguida llega el mensaje: “¿por qué subiste eso?”
No hay compromiso, pero hay celos.
No hay relación, pero hay exclusividad tácita.
No hay nombre, pero hay rutina.
Y ahí está el limbo moderno: amar con miedo al verbo amar.
En los 80 existía el “amante”. En los 90, “salimos”.
Ahora hay toda una jerga nueva: “estamos viendo”, “nos estamos conociendo”, “fluyamos”, “sin etiquetas”.
Una ensalada emocional donde nadie quiere quedar pegado, pero todos terminan envueltos en la misma historia.
La paradoja es perfecta: decimos que no queremos rótulos, pero necesitamos saber qué somos.
Porque el amor moderno es un contrato tácito, sin firma, pero con cláusulas emocionales de alta intensidad.
La psicología moderna lo tiene claro: vivimos en la era del “por las dudas”.
Por las dudas no me comprometo.
Por las dudas me guardo un plan B.
Por las dudas no digo “te quiero”, pero lo pienso.
El miedo a la pérdida se transformó en miedo al compromiso.
Y en ese loop emocional, muchos terminan atrapados en relaciones sin identidad, donde todo parece posible pero nada termina de ser real.
Como decía Dolina:
“El amor moderno tiene más miedo de empezar que de terminar.”
Antes las peleas eran cara a cara; ahora se libran en el doble tilde azul.
El “me dejó en visto” duele más que una discusión, y un “ja” seco puede ser el principio del fin.
Las parejas sin etiqueta viven conectadas, pero cada mensaje es un campo minado de interpretación.
Los stickers reemplazaron las caricias, los audios son los nuevos abrazos y los silencios virtuales, una tortura a 4G.
Vivimos hipervinculados, pero emocionalmente a la deriva.
La pregunta sigue flotando, como un fantasma digital entre dos celulares.
El amor sin nombre seduce porque no exige, no compromete, no ata.
Pero también duele, porque no garantiza nada.
Hay quienes se quedan en esa zona gris por comodidad, y otros porque tienen más miedo a perder la libertad que a perder al otro.
Pero el costo emocional es alto: vivir a medias, queriendo completo.
En el fondo, la historia se repite.
Antes te dejaban en el bar; ahora te dejan en “visto”.
Antes te decían “no sos vos, soy yo”; ahora te clavan un “no estoy para algo serio”.
El escenario cambió, pero el drama es el mismo.
Seguimos buscando amar y ser amados, aunque el envoltorio diga “sin etiqueta”.
Y como en todo tango moderno, la culpa no es del amor… sino del miedo que le tenemos.
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