
Hay una frase que flota cada vez que alguien menciona su nombre: “Ah, la hermana de Wanda”. Pero cuidado, porque Zaira Nara hace rato dejó de ser “la hermana de” para convertirse en una figura con peso propio. No lo hizo a lo Wanda, con titulares explosivos y realitys a cielo abierto. Lo hizo a lo Zaira: en silencio, prolija, de a poquito, pero con la precisión de un reloj suizo y el olfato de una empresaria que entendió cómo se juega el juego sin romper un solo plato.
Nacida en Boulogne Sur Mer en 1988, Zaira arrancó en el modelaje cuando las redes sociales eran apenas un rumor. Una cara de catálogo, mirada serena y elegancia natural. No era la bomba mediática, era el estilo. Mientras Wanda se hacía viral, Zaira se hacía sólida. Dos escuelas distintas, pero con un mismo apellido como bandera.
Su llegada a la tele no fue meteórica, fue quirúrgica. Primero “Música Total”, después un paso por los programas de Cris Morena, y más tarde ese lugarcito en Justo a Tiempo, al lado de Julián Weich, donde mostró que no era solo un decorado de pantalla. Ahí, entre juegos y sonrisas, Zaira se ganó algo que en la tele vale oro: credibilidad.
Después vino Morfi, y con él la consagración. Reemplazar a Carina Zampini no es pavada, pero la Nara menor lo hizo con naturalidad, con ese don de la gente que te hace sentir que estás charlando con una amiga en la cocina. Sin escándalos, sin quilombos, sin filtro pero con clase.
A veces la vida te mete en el barro aunque no lo pidas. Y si sos una Nara, el barro viene con glamour incluido. Zaira vivió en carne propia el sismo de su fallido casamiento con Diego Forlán, y el tuit “¡Menos mal que no me casé!” quedó grabado en el inconsciente colectivo. Un “me planté y me fui” sin llanto televisivo, sin notas lacrimógenas. Ahí aprendió el arte del silencio estratégico.
Más adelante, su relación con Jakob von Plessen la llevó a un perfil más bajo, campo, caballos y vida zen. Pero el “Wandagate” —ese culebrón con Icardi y La China Suárez— le explotó a centímetros. Zaira, como en una novela de Polka, quedó en el medio: su marido señalado como cómplice, su hermana como víctima, y ella con dos hijos y un apellido que ardía en los portales. ¿Qué hizo? Nada. O mejor dicho: lo que mejor sabe hacer. Calló, sonrió y posteó una foto tomando mate en el campo.
Después vino lo de Facundo Pieres, y la tormenta con Paula Chaves. Argentina se dividió en dos bandos como si fuera un Boca-River de la amistad: “¿Se puede salir con el ex de una amiga?”. El tema dio para editorial de Beto Casella, debate en LAM y lluvia de memes. ¿Zaira? Seguía subiendo fotos con flores secas y looks neutros. El unfollow en Instagram fue su comunicado oficial.
Si Wanda es el reality, Zaira es la revista. Su Instagram parece editado por Harper’s Bazaar: tonos tierra, chicos jugando en el campo, looks que gritan “Nordelta espiritual”. No vende quilombo, vende calma. No grita, factura. Sus marcas son de alta gama, sus canjes tienen factura A y su línea Zaira Beauty encontró el punto exacto entre glamour y maternidad zen.
Mientras su hermana prende fuego París, ella organiza lanzamientos con flores naturales y catering orgánico. Y ahí está la clave: entendió que en este país podés ser Wanda o podés ser Zaira, pero lo importante es que te sigan mirando.
En un medio donde todo el mundo corre detrás del escándalo, Zaira eligió otra cosa: la permanencia. Construyó una carrera sin gritar, se reinventó sin romper, y entendió algo que muchos todavía no: el verdadero poder está en elegir qué mostrar y cuándo callar.
En el fondo, Zaira Nara es la prueba viva de que en la Argentina mediática no hace falta prender fuego la casa para iluminarse. Basta con saber dónde poner la lámpara.
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