
Hay actores que hacen de todo, y hay otros que hacen de verdad. Jorge Lorenzo era de esos segundos: los que no necesitaban ni luces ni alfombra roja para dejar una marca. El tipo murió a los 67 años, y con él se fue un pedazo de esa vieja escuela de actores que se ganaban el respeto en silencio, sin community manager ni filtros de Instagram.
La Asociación Argentina de Actores confirmó su partida el 12 de noviembre de 2025, y el ambiente se llenó de un murmullo triste, como cuando se apaga la última luz del teatro. No se informó la causa de la muerte, pero a esta altura da igual: lo que importa es todo lo que dejó.
Jorge fue Capece en El Marginal, ese guardiacárcel con cara de pocos amigos pero mirada profunda, que se volvió uno de los personajes más recordados de la serie. Antes lo habíamos visto en Casi Ángeles, Son amores, 099 Central, Soy Gitano, Costumbres argentinas… una lista que parece una máquina del tiempo de la tele argentina. Fue parte de esa camada que actuaba con las tripas, sin doblaje, sin impostar la voz.
Nació el 23 de diciembre de 1958 y, como muchos, tuvo que remar desde abajo. Quiso ser ingeniero aeronáutico, estudió locución, pero el destino lo empujó al escenario. Y ahí, entre bambalinas, encontró su lugar en el mundo. “Mi vieja no quería que sea actor”, contaba alguna vez. Y vaya si la contradijo: terminó siendo parte del inconsciente colectivo de varias generaciones.
Su físico fue su marca registrada: calvo desde joven, curtido, con esa cara de tipo que vivió mucho y observó más. No tenía el look del galán de telenovela, y sin embargo era imposible no mirarlo cuando aparecía en pantalla. Tenía eso que no se compra: presencia.
En teatro fue un animal. De los que pisan el escenario con respeto, con hambre, con devoción. Potestad, Las de Barranco, La lección de anatomía, Del barrio la mondiola, Bodas de sangre, El diluvio que viene… los títulos cambian, pero la pasión era siempre la misma.
También trabajó con chicos, dirigió, adaptó textos, y hasta escribió lo suyo. Porque Lorenzo no era de los que esperaban que los llamen: él inventaba su propio espacio. Participaba en movilizaciones del sindicato, defendía los derechos de los trabajadores de la cultura, y se mantenía siempre del lado de los que laburan.
Su historia es la de un actor que nunca fue tapa de revista, pero siempre estuvo donde había que estar. En la trinchera del oficio. En el escenario de barrio. En las series que nos marcaron. En los recuerdos de colegas que hoy lo despiden con la garganta apretada.

Jorge Lorenzo fue de esos que no necesitan que los llamen “maestros” para serlo.
De los que se van sin ruido, pero dejan eco.
De los que sabían que actuar no era fingir, sino decir la verdad delante de todos.
Y como decía el Gordo Casero en Cha Cha Cha: “La tele pasa, pero el alma queda.”
La de Jorge, seguro, se quedó un rato más por acá.
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