ME DEJARON POR WHATSAPP: EL FIN DE LOS ADIOSES CON MIRADA Y LÁGRIMA

ME DEJARON POR WHATSAPP: EL FIN DE LOS ADIOSES CON MIRADA Y LÁGRIMA

Decidí escribir esta nota porque ayer mi amiga Sthepy me dijo: “Anoche me dejaron por WhatsApp, así se terminó mi relación. Volví a ser soltera y no pude decirle en la cara todo lo que pienso.”

Y me quedé pensando —en serio— en cuánto cambió el rito del adiós. Antes, una separación tenía teatro: miradas, silencios incómodos, una lágrima que te perseguía hasta la puerta. Hoy, muchas terminan con un texto que aparece y desaparece entre stickers y doble tilde azul. No es solo mala educación; es un fenómeno cultural con patas, con causas, consecuencias y hasta papers que lo estudian.

Como periodista que se pone la campera fina pero escucha en las mesas de los cafés del barrio, me metí a mirar qué piensa la psicología moderna. Los especialistas diferencian varias formas: el “breakup por mensaje” cuando hay un chat directo que comunica la ruptura, el ghosting cuando la otra persona simplemente se borra sin explicación, y el breadcrumbing cuando te dejan miguitas de atención que no llevan a nada. Estas prácticas no son caprichos: hay revisiones sistemáticas y estudios recientes que muestran que el ghosting, por ejemplo, aumentó con las apps y las redes —y provoca reacciones emocionales que van desde la confusión y la rumiación hasta efectos en la salud mental.

Ahora: ¿por qué la gente corta por WhatsApp? Hay razones prácticas y cobardes por igual. En situaciones donde la relación fue breve o donde existe riesgo (violencia, chantaje emocional), terminar por mensaje puede ser una forma de ponerse a salvo; lo dice más de un terapeuta consultado por medios internacionales: el contexto importa. Pero cuando la relación fue mano a mano, con años y proyectos, mandar un “no doy más” por DM se lee, y se siente, como falta de respeto y cierre robado. La psicología no lo blanquea: la herramienta no es neutra, el contexto sí.

En Argentina ya hablamos de estas rutinas desde hace años. Investigadores del CONICET notaron que el WhatsApp no solo facilita la comunicación sino que también reformula la espera, el control y el rechazo en los vínculos románticos; y aunque circuló una cifra medio farandulera (¿recordás el mito de los “28 millones de rupturas por WhatsApp”?) lo importante es la dirección: la tecnología amplifica, no crea ex nihilo las formas de lastimar.

Hay consecuencias concretas. Las rupturas “digitales” suelen dejar preguntas abiertas: ¿por qué me borró? ¿qué hice mal? Eso alimenta la rumia —esa vuelta mental que no te deja— y puede encender ansiedad, baja autoestima y hasta cambiar cómo una persona se relaciona con la intimidad después. Estudios sobre respuestas emocionales a las rupturas indican que los efectos psicológicos son reales y que los receptores de separaciones unilaterales tienden a sufrir más que quienes terminan las cosas de mutuo acuerdo.

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Pero ojo: no todo es drama. Hay voces que sostienen que, en ciertos casos, el texto es la forma más honesta y clara para evitar el espectáculo emocional —esas escenas que atrapan y manipulan— y que, con cuidado y respeto, puede funcionar como cierre. Eso sí: hay formas y formas. Un texto frío y despersonalizado (“Se terminó, chau”) duele distinto a un mensaje que explica, agradece y ofrece un cierre. Los especialistas aconsejan: ser claro, ser breve, respetar —y cuando la otra persona lo necesita, dejar un espacio para una charla posterior o para el duelo.

¿Qué pasa con nosotros, acá y ahora? En Buenos Aires la cosa tiene su sazón: somos de gestos grandes y de decir las cosas de frente; por eso la ruptura por mensaje choca culturalmente. Nos criaron con despedidas que eran acto público —hasta las peores discusiones tenían testigos— y ahora la intimidad se empaqueta en pantallazos que luego circulan por las historias. Ese choque genera doble duelo: por la pareja que se termina y por el modo en que se termina, que nos deja con la sensación de haber sido reemplazados por una notificación.

Entonces: ¿qué podemos hacer? Como “investigador de patio” —y no como terapeuta que receta— propongo tres cosas prácticas que salen tanto de la clínica como del sentido común:

  1. Poner el contexto por escrito. Si la relación fue corta o existió peligro, el mensaje puede ser legítimo; si fue larga, el descarte por texto duele y no cierra. Elegir según la historia, no por comodidad.  Evitar el ghosting como primera opción. El silencio deja secuelas y abre la puerta a la fantasía y la culpa en quien recibe la ruptura. Explicar, aunque sea en pocas líneas, reduce el daño.

  2. Hacerse cargo del cierre. Si no podés mirar a los ojos, proponé una llamada o dejá un mensaje que permita un final digno: un cierre con palabra es medicina.

Termino con una reflexión porteña: nos quejamos, con razón, de la frialdad de los mensajes, pero también habitamos un tiempo que valora la inmediatez. No se trata de demonizar la tecnología —es la que nos trajo— sino de reintegrar el gesto. Si uno fue capaz de amar de verdad, debería poder al menos despedirse con la misma honestidad. Porque la elegancia de un adiós no está en cuántas palabras usás, sino en si las palabras respetan la historia que compartieron.

Y me vuelvo a acordar de Sthepy, que terminó en “visto” y lloró con el teléfono en la mano: no es solo una anécdota viral; es un espejo de cómo, a veces, perdemos humanidad por andar apurados. Así que la próxima vez que pienses en mandar el famoso “tenemos que hablar” por chat, parate dos segundos y preguntate: ¿qué legado quiero dejar en esa otra persona?

Cerrar bien no es romanticismo barato: es responsabilidad emocional. Y en una ciudad que se precia de tener corazón, no estaría mal que lo practicáramos un poco más.

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