Por El Archivólogo – Diucko Loop Multimedia
Era el 24 de agosto de 1991, la ciudad aún se despertaba para el asfalto y los frascos de after-hours. En la puerta de la mansión de Tagle 2804, Palermo Chico, Mauricio Macri bajaba de su auto como tantas veces, cuando todo cambió en un golpe seco: un puñetazo en la cara, la capucha, el silencio.
La justicia, esa intérprete lenta del infinito, registró después que lo metieron en una caja de madera. Sí, un ataúd. “Me metieron en un ataúd”, diría años después. Porque no era solo la extorsión: era la estética del miedo hecha secuestro.
Los secuestradores, parte de lo que se llamó “la banda de los comisarios”, sabían cómo mover piezas: policías retirados o activos, conexiones institucionales, logística que no aparece en la tapa de los diarios. Lo llevaron a un sótano en Garay 2882, Parque de los Patricios —una habitación de 3×2 metros, sin luz natural, vendado, encadenado. Entró a la madrugada; salió doce o trece días después. El rescate se estimó en 6 millones de dólares.
La ciudad miraba, medio asustada: lujo y peligro encarnados en un solo hombre.
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Macri contó que “pensaba que me iban a volar la cabeza” mientras lo trasladaban, vendado, al cajón que lo llevó al cautiverio.
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La investigación confirmó que estuvieron implicados al menos dos oficiales superiores de la Policía Federal, lo que alimentó la paranoia de “estado dentro del estado”.
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A 25 años del hecho, ninguna investigación había detenido a todos los responsables. La impunidad como banda sonora.
Lo que empezó como un golpe de poder bajo tierra se transformó en acta de nacimiento política: Macri, liberado, poco a poco ingresó al ruedo público con cicatrices que funcionaban como tarjeta de presentación. Y la ciudad, ya sacudida, seguía ese relato. Él, el empresario, pasaba a candidato y después a mandatario.
La lección: el secuestro no fue solo violencia; fue configuración de futuro.
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En esa era, los ricos rentaban seguridad, los pobres alquilaban la esperanza. Las bandas sabían dónde golpear: detrás de la tarima, bajo el brillo de la vitrina. Y el mensaje era claro: el poder no te inmuniza.
El secuestro de Macri fue la revelación de ese escenario: los grandes también estaban en juego.
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Archivos judiciales señalan que la liberación pasó por varias postas, bolsos de billetes trasladados al Riachuelo, negociaciones que nunca se explicaron del todo.
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Testimonios dicen que el propio Macri habló con uno de los captores, hincha de Boca, y confesó su sueño de presidir el club. La empatía condicionada en medio del secuestro.
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Reformas procesales recientes reabrieron causas por torturas durante la investigación, lo que sumó otro capítulo al desgaste institucional.
La imagen del empresario detenido en un cajón se fusionó con la del país que creía gobernar teniendo solo boca y sudor. Las frases mordientes, las corridas de autos, la noche del lujo y la mañana de la alarma. Mientras tanto, los cronistas anotaban: la seguridad es un bien de consumo.
Y en los cafés:
“Acá no se enterró la verdad, se la disfrazó.” — voz que recorre San Telmo cuando baja el volumen y sube el mate.
🏁 Veredicto del Archivólogo
El secuestro de Mauricio Macri no fue solo un episodio de violencia: fue un episodio de poder que estalló en la cara de la ciudad. Y la ciudad recogió los pedazos, los mezcló con champagne y con miedo.
Es un recordatorio soberbio de que el lujo no blinda. Que los reflejos pueden ser espelhos. Que la impunidad se disfraza de silencio.
Y también: que cada vez que los poderosos se encapuchan, la sociedad debe sacar sus cámaras, sus preguntas y sus archivos. Porque el miedo es la herencia que no queremos dejar, y la memoria es la factura que no podemos evadir.
Editor: Gonzalo Guardia
Director General: Cristian Iuale
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