Hace unos 2.000 años, los pueblos celtas —sobre todo en lo que hoy llamaríamos Irlanda, Escocia y el norte de Francia— celebraban Samhain. Era como un “fin de curso” del verano, el principio del invierno: un momento espeso, de transición, donde lo vivo y lo muerto podían mezclarse.
Encendían hogueras enormes, se disfrazaban con pieles para camuflarse de espíritus que supuestamente podían caminar entre los vivos esa noche.
Con el correr de los siglos la Iglesia metió mano. En el siglo VIII el papa Gregorio III designó el 1 de noviembre como el día de Todos los Santos, y la noche anterior quedó como “All Hallows Eve” (la víspera).
Y así, la tradición pagana y la cristiana se fueron fusionando: disfraces, hogueras luego convertidas en calabazas talladas, juegos de manzanas y “travesuras” que hoy conocemos como “trick or treat”.

Con la emigración irlandesa y escocesa hacia Norteamérica, muchas de estas costumbres cruzaron el Atlántico, se reinventaron y explotaron en el siglo XX como lo que hoy vemos: disfraces, fiestas temáticas, casas decoradas con telarañas y neón.
Entonces, lo que hoy es “vamos al boliche disfrazados” tiene detrás milenios de hogueras, máscaras de piel, dioses de frutas y rituales para no cagarse de miedo… o para invocarlo.
-
Esa calabaza tallada (jack-o’-lantern) viene de cuando los celtas tallaban nabos o remolachas para ahuyentar espíritus.
-
Y el “truco o trato” tiene un aire de costumbre antigua: pedir algo (‘treat’) o que te gasten una broma (‘trick’) si no das lo que se pide… mezcla de superstición y juego social.
Así que ya lo sabés: cuando veas a alguien disfrazado de zombie, payaso psicótico o bruja glam en la calle, pensá que está participando de un rito que arrancó con druidas, fuego y un poco de cagazo.
En “la Muy Linda” del Sur la cosa empezó a verse con más fuerza hacia fines del siglo XX y principios del XXI. No era una tradición local arraigada —como el Día de los Muertos en México— sino algo que vino de afuera y se fue haciendo lugar, sobre todo en Buenos Aires. Por ejemplo, podes ver que hay barrios como Colegiales o Villa Urquiza donde los locales organizan “trick or treat” entre las casas, y negocios de cotillón en el Once o en Lavalle se preparan para el viernes 31 o sábado correlativo.
-
Niños en colegios y jardines de capital que se disfrazan para la fecha.
-
Clubes, boliches (“palermos” y “recoletas” del boliche) que hacen fiestas temáticas con disfraz obligatorio, que parecen la versión argentina del “American horror party”.
-
Adultos fans del terror, de la estética “gore” o simplemente del disfraz-fiesta, lo toman como excusa para salir un jueves o viernes de octubre.
-
Pero ojo: no es un “must” absoluto como en EE.UU. o Irlanda; hay mucha gente que ni lo celebra o lo hace de forma light. Según el diario local, “la junta sigue en el aire” de si es puro consumo verde-naranja o algo con más sustancia.
En Buenos Aires capital la cosa está en auge: tiendas de cotillón, fiestas severas en Palermo, eventos especiales en museos, auditorios o salas temáticas se hacen con el motivo del Halloween. Por ejemplo, un museo ferroviario en Retiro armó “tren fantasma” para la fecha.
En el interior del país quizá la cosa esté menos presente o más mezclada con otras tradiciones de terror local, leyendas o fiestas barriales.
Acá hay para meter debate: muchos lo ven como puro “cipayo” (importado) de EE.UU., una exportación de cultura de consumo.
Pero, también, la adaptamos: en Argentina el terror tiene otras criaturas, otras leyendas (por ejemplo el Pombero, los fantasmas rurales, etc) que también conviven con esta noche disfrazada.
Entonces: no es que “lo copiamos sin filtro” sino que lo mezclamos con lo nuestro, aunque sí: la columna comercial lo lleva.
Veredicto del Archivólogo
Mirá, Halloween en su origen era rito, misterio y frontera entre lo vivo y lo muerto: los celtas no se disfrazaban para “la selfie”, se disfrazaban para ahuyentar fantasmas de verdad. Hoy es otra cosa: luz de neón, maquillaje al por mayor y un consumo que grita más que el “Buuuu”.
En Argentina lo vivimos como “una excusa”: buena para disfrazarse, salir, fiesta, comprar cotillón, romperla en el boliche… Pero menos para conectarse con la parte espiritual o simbólica del asunto.
Entonces: sí, vale la pena festejarlo. Porque es divertido, une generaciones, saca lo creativo y también lo carnavalesco que tenemos los argentinos. Pero: no lo celebremos como si fuera “el mío” totalmente original, porque no lo es. Es un híbrido, un mix de ritual antiguo + mercadotecnia moderna + picada porteña.

“La noche del 31 de octubre es un convite al disfraz y al miedo controlado —y qué mejor, porque somos porteños, nos gusta sacar lo grotesco, lo barroco, lo teatral—. Pero ojo: si vamos a entrar en este baile, hagámoslo con estilo, no como cuando éramos chicos y nos quedábamos en la vereda comiendo golosinas sin ton ni son. Que la cosa tenga algo de rito, aunque sea rito de la risa, del grito y del susto a – nosotros mismos.”
DIUCKO DIGITAL RADIO EN VIVO


